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8 de junio de 2011

LA PRESENCIA DE LA IGLESIA CATOLICA EN ESTADOS UNIDOS

A raíz de la Guerra de Secesión americana, muchos dejaron de apedrear a las monjas católicas

La labor de las religiosas como enfermeras atendiendo a soldados de ambos bandos cambió la percepción social sobre la Iglesia.

En Washington, enfrente de la catedral de San Mateo, se descubrió en 1924 un monumento “a quienes confortaron a los moribundos, atendieron a los heridos, llevaron esperanza a los prisioneros, dieron de beber al sediento… en memoria y honor de las religiosas de diferentes congregaciones que prestaron sus servicios como enfermeras en los campos de batalla y en los hospitales durante la Guerra Civil americana de 1861-1865”.

RELIGIOSAS CONTEMPLATIVAS

Para ser más precisos, fueron 640 religiosas de 21 congregaciones, según recoge en un reciente estudio publicado en su blog el historiador Pat McNamara. Y gracias a ella cambió completamente la percepción de la sociedad norteamericana sobre la Iglesia católica.

La líder sufragista de aquellos días, Mary Livermore, es muy clara al respecto: “Ni soy católica, ni defiendo las instituciones monásticas de esa Iglesia, pero no puedo olvidar mi experiencia durante la Guerra de la Rebelión. Nunca me tropecé con esas religiosas católicas en hospitales, transportes o barcos sin apreciar su devoción, su lealtad, su disponibilidad. No se daban aires de superioridad ni de santidad, no rehuían ningún deber, ni buscaban el lugar más fácil, ni encizañaban a nadie. Los hombres, enfermos y heridos, las veían llegar por la mañana y su mirada se entristecía al verlas partir por la noche”.

Piedras, incendios, insultos

Como señala McNamara, antes de la Guerra Civil el ambiente en Estados Unidos era muy hostil contra la Iglesia, y de hecho en determinadas zonas las monjas salían a la calle sin hábito. En Indiana les tiraban piedras, en Nueva Inglaterra las amenazaban con quemarles el convento y en algún caso lo hicieron, y en Nueva York a más de una la abofetearon insultándola como “maldita p… papista”.

Tras la derrota del Sur y la vuelta a casa, los soldados, antes predispuestos contra la Iglesia y cargados de prejuicios por la animadversión protestante, habían visto el verdadero rostro de la Iglesia, y esa hostilidad menguó notablemente.

Así habló un soldado de la hermana Antonia: “En medio de aquel mar de sangre, realizó las tareas más repugnantes con aquellos pobres soldados. Parecía un ángel, y muchos jóvenes soldados deben la vida a sus cuidados y a su caridad. ¡Feliz el soldado que, sangrando y herido, escuchaba junto a sí sus palabras de consuelo y ánimo! La adoraban los Azules (del Norte) y los Grises (del Sur), protestantes o católicos. Le concedimos el título de El ruiseñor de América. Su nombre fue muy conocido en todas las unidades del Norte y del Sur”.

Y a pesar de que los celos de algunas enfermeras luteranas o evangélicas, normalmente al mando, les trajeron algunos problemas, la fuerza de su caridad pudo con todo. En 1897, cuando murió la hermana Antonia, fue enterrada con honores militares.

“Las religiosas católicas disolvieron prejuicios y predicaron con su ejemplo silencioso”, concluye McNamara, tras evocar la frase que le dijo a una de ellas un soldado herido educado en la aversión a los católicos, y que se encontraba por primera vez con una monja: “Pensaba que los católicos eran lo peor del mundo. Pero si usted es católica… ciertamente a partir de ahora tendré una mejor opinión sobre los católicos”.

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